Manuel Ramírez (1912)
Corría el año 1913 cuando el joven Andrés
Segovia acudió al taller de Manuel Ramírez, en la calle Arlabán, con la
intención de conseguir una guitarra de calidad para un concierto que tenía
comprometido en el Ateneo de Madrid. Su entrada en la guitarrería de Manuel
debió ser impactante, tanto por su vestimenta –chaleco de terciopelo negro
cruzado hasta el cuello con botonadura de plata, pantalones a rayas, zapatos de
charol negro con grandes hebillas; se cubría con una chalina de abundantes
cascadas, y portaba además unas gafas redondas, un sombrero negro de alas anchas, y un bastón— como por
su insólita petición de alquilar una guitarra, ya que no disponía de medios
para comprar una. Segovia relata esta visita con las siguientes palabras:
“Entré
en la tienda de Ramírez y cuando éste me echó la vista encima, no pudo reprimir
una risa burlona, pronta a estallar en carcajada. Su sorpresa no llegó, sin
embargo, a ese final explosivo; buscaba las disgresiones más divertidas y
sutiles de la “guasa fina”. “¿Qué se le ofrece a usted, caballero?”, me
interrogó con solicitud demasiado marcada. “¿Puedo servirle en algo? Será usted
atendido con la diligencia y el esmero que merece”. Yo estaba en ascuas.
Mirándole fijamente le contesté: “Me llamo Andrés Segovia, soy guitarrista y
amigos comunes de Córdoba me recomiendan a usted”. Sin apartar la sonrisa, pero
moderando su expresión burlona, me dijo alargándome la mano: “Hasta esta casa han
llegado ecos de su nombre. Parece que Sevilla entera se echó a la calle el año
pasado para ir a oírle”. Estas palabras me trajeron el recuerdo del escaso
público que había asistido en Sevilla a mis últimos conciertos, en contraste
con los llenos de la temporada anterior, y me puse colorado como un tomate.
Recelando, además, que Ramírez exagerase adrede sus lisonjas, aparenté no
haberlas oído y continué: “He llegado a Madrid hace pocos días y me propongo
dar pronto una audición en el Ateneo. La guitarra que poseo, Sr. Ramírez, no
responde a lo que exijo de ella. Yo desearía que me concediese usted la mejor
de que dispusiera actualmente. Ni qué decir tiene que creo muy razonable el que
fije usted un estipendio moderado por esa especie de alquiler, a usanza de las
tiendas de música cuando ceden pianos de concierto; estoy dispuesto, si usted
lo reclama, a satisfacerlo por adelantado. Además, si la guitarra probada con
éxito es enteramente de mi agrado, le propondré a usted que me la venda. Cuento
con hallarme pronto en condiciones de adquirirla, si las ilusiones que traigo a
Madrid no se vuelven desencanto al tocar la realidad”. Ramírez pareció escuchar
mi tirada con agrado y hasta juraría que se olvidó de mi aspecto. Me miró con
simpatía y, batiendo con su poderosa mandíbula inferior una risa cuya espuma le
asomaba por la comisura de los labios, exclamó: “¡Caray! No está mal la
propuesta. Hasta hoy nadie me ha pedido una cosa igual. Si se alquilan pianos
Erard, Pleyel, etc. para celebrar conciertos, ¿por qué no se han de alquilar
guitarras Ramírez?”. Y abriendo la portezuela del mostrador, me invitó a entrar
en el taller. Trabajaban allí sus mejores oficiales, al frente de los cuales
estaba el meritísimo Santos Hernández. Ramírez le ordenó que bajara una de las mejores
guitarras y me la entregó. ” (1)
Se trataba de una guitarra que
originalmente fue construida con siete cuerdas,
por encargo de un gran guitarrista de la época, Manjón, pero que
por desacuerdos entre el artista y el luthier, éste decidió no vendérsela e
hizo las modificaciones precisas para convertirla en una guitarra de seis
cuerdas.
Continúa Segovia contando el desarrollo
de su visita. Estaba en la tienda José del Hierro, catedrático de violín del Real Conservatorio
Superior, quien fue testigo, del
enamoramiento instantáneo de Segovia por aquella guitarra, por la
belleza de sus curvas, su color, la armonía de sus formas. Estuvo tocándola
durante un largo rato, y comprendió que esa era la guitarra que habría de
ayudarle a cumplir con su destino artístico. Y cuando terminó su recital, tanto
José del Hierro como Manuel Ramírez, se quedaron impresionados con lo que
habían escuchado. Tanto fue así, que del Hierro quiso convencerle de que dejara
la guitarra y se pasara al violín, con las siguientes palabras: “¡Bravo muchacho! Me gusta tu temperamento,
tu facilidad técnica. Lástima que esas cualidades queden estériles en la isla
tan pequeñita que es la guitarra. Bella, si quieres, pero solitaria e inculta,
en donde ningún talento busca patria y a donde vas tú a desterrar el que Dios
te ha dado. ¿Quieres variar de instrumento? Aún eres joven… El violín te hará
famoso”. Pero Segovia tenía claro que su pasión era la guitarra, y con
respeto y gran emoción, le dijo: “Gracias,
maestro. Temo que sea tarde para pasarme a otro instrumento. Además, le aseguro
que no podría traicionar a mi guitarra. Ella me necesita, el violín no. Compare
usted el linaje de ambos instrumentos y adivinará lo que quero decir. Si
músicos de mediano talento como un Merula o un Fontana no hubieran, hace
siglos, aplicado su amor y su trabajo al violín, éste no sería hoy el príncipe
de los instrumentos de arco. “(2)
Fue entonces cuando Manuel se adelantó a
la petición de Segovia, que ya se leía en sus ojos, y le dijo: “¡Tuya es la guitarra, joven! Llévala
contigo mundo adelante y que tu trabajo la haga fértil… Por lo demás no te
apures; págamela sin dinero”.
El día 6 de mayo de 1913 Segovia dio su
concierto en el Ateneo de Madrid con la guitarra de Manuel Ramírez, quien por
supuesto asistió al evento para disfrutar de la belleza de su obra en manos de
un artista de tan gran talento. Y pasados unos días, a la vista de que Segovia
no volvió a visitarle, le envió recado para invitarle de nuevo a que acudiera a
su taller. Cuenta Segovia que eso le despertó un gran temor, creyendo que al
guitarrero no le había gustado el concierto y querría recuperar su guitarra,
así que fue a verle, para llevarse la grata sorpresa de escuchar las siguientes
palabras del luthier: “¡Qué pujanza! ¡Qué
apasionamiento! Me conmovió sentir cómo se transformaban en bella música las
cuatro tablas que yo había juntado, y nunca estuve tan ufano del resultado
milagroso de mi trabajo. Al ver el entusiasmo del público, tuve ganas de
gritar: Dirijan algunas palmas hacia este lado, que también tengo derecho a
participar un poquitín del éxito; si no fuera por mí, de seguro que os costaría
más trabajo escuchar a este joven artista y no os parecería la música tan clara
y bien cantada. A la mañana siguiente felicité a mis oficiales, sobre todo a
éste que es el más taciturno –dijo señalando a Santos Hernández—y que más
asiduamente colabora conmigo” (3)
He querido empezar este escrito con las
palabras de Andrés Segovia, narrando su encuentro con mi tío bisabuelo Manuel,
con el fin de entrar en un terreno sembrado de confusiones. (4)
Algunas personas afirman que la
legendaria guitarra a la que estoy haciendo referencia, fue obra de Santos
Hernández. Incluso ha habido quien directamente ha sacado a Manuel Ramírez de
la ecuación, diciendo que dicha guitarra era de Santos Hernández, sin más
referencias a su maestro, quien además era su patrón en el momento histórico en
que se desarrollaron estos acontecimientos. Eso denota el desconocimiento
acerca del funcionamiento de los talleres artesanos, y da lugar a
interpretaciones erradas que bien está aclarar y corregir.
Tras la muerte de Manuel Ramirez, Santos
Hernández continuó trabajando en su taller para la viuda de su maestro, hasta
que en 1920 se estableció por su cuenta. Y un tiempo después, en 1922, Segovia le llevó su guitarra para que la
reparara. Y Santos, afirmando que él había construido esa guitarra, quiso
sustituir la etiqueta de Manuel por una suya, a lo que Segovia se negó, y a lo
más le permitió que pusiera una etiqueta suya al lado de la de Manuel, en la
que se hacía responsable de su reparación. J.A. Pérez-Bustamante de Monasterio
cuenta esta anécdota con las siguientes palabras: “Transcurridos algunos años desde que Ramírez obsequiase a Andrés
Segovia con la antes aludida guitarra, el instrumento precisó de alguna
reparación menor, y el maestro recabó los servicios del gran constructor Santos
Hernández para realizar la oportuna reparación. Al ver la guitarra, Santos
Hernández le explicó a Andrés Segovia que aunque aquella guitarra llevase la
etiqueta de Ramírez, el verdadero constructor había sido él mismo, que
trabajaba a la sazón como oficial guitarrero en la casa Ramírez. Por tal
motivo, le rogó Santos a Segovia que le autorizase para remover la etiqueta
original y colocar la suya propia como Santos Hernández, que desde hacía
algunos años se había establecido por su cuenta en la madrileña calle de la
Aduana. Segovia quedó sorprendido ante tan curiosa explicación y tan
conflictiva reivindicación, y rechazó la pretensión de Santos de cambiar la
etiqueta, si bien le autorizó a que escribiese sobre la etiqueta original:
“Reparada por Santos Hernández”, sugerencia que el guitarrero, finalmente,
aceptó a regañadientes”(5) Pero no voy a entrar en debatir quién hizo la
guitarra en cuestión, porque queda totalmente fuera de lugar, por lo que vamos
a ver a continuación. Lo cierto es que Segovia, no sólo por ser conocedor de
este hecho, sino por su lealtad y gratitud a Manuel, no permitió que su
etiqueta fuera sustituida.
Ya hemos leído lo que nos cuenta Segovia,
que el propio Manuel, al día siguiente del concierto del Ateneo, hablaba de lo
orgulloso que se sentía de su trabajo al ver cómo esas cuatro tablas que él
había juntado se transformaban en bella música, lo cual es una declaración
abierta de su autoría de dicha guitarra. Pero aún en el supuesto caso de que él
no hubiera juntado esas “cuatro tablas” con sus propias manos, de lo que no
cabe duda es de que el trabajo se había hecho en su taller, con sus plantillas,
sus diseños, sus materiales, sus directrices, su supervisión, y era fruto de
sus conocimientos… y la responsabilidad del resultado final de la obra era de
él, el maestro, el patrón, el propietario del taller, cuya experiencia e
investigaciones eran los fundamentos de cuanto sus ayudantes aprendieron de él.
Como sucede en todos los talleres donde hay aprendices y oficiales, cuya
función es ayudar al maestro a realizar su obra. En eso consiste tener
aprendices y oficiales. Y así es como seguimos trabajando en la actualidad.
El funcionamiento de los talleres de
guitarras tradicionales siempre se ha regido por esas normas. Las cuales son
bien lógicas si nos paramos a pensar un momento. Y no sólo es así en los
talleres de guitarras, sino en los estudios de arquitectura, y en los estudios
de algunos de los grandes artistas, por ej., del Renacimiento. De modo que atribuir la autoría de una
guitarra a uno de los empleados de un taller, sería equivalente a decir que el
Pórtico de la Gloria no fue obra del maestro Mateo, sino de sus colaboradores
que trabajaban en su obradoiro, o que la Sagrada Familia en realidad no es obra
de Gaudí, sino de sus empleados. El maestro hace el proyecto, dirige su
elaboración, supervisa el proceso, y finalmente
lo firma, y si algo va mal en la construcción la responsabilidad recae sobre
él, al igual que también recae la gloria si su obra la merece.
Quizá el ejemplo de los artistas del
Renacimiento a que hago referencia, guarde aún más paralelismo con los talleres
de guitarras artesanos, puesto que en el estudio del maestro trabajaban sus
asistentes, que habían aprendido en su escuela y le ayudaban a realizar su
obra, siempre supervisada por él, siempre proyectada por él, con sus técnicas,
con su sentido del color, de la luz, utilizando sus materiales, sus pigmentos,
sus fórmulas… Nadie pone en duda la validez y la legitimidad de la firma del
maestro en su obra, como era el caso de El Greco, que dado el gran volumen de
encargos que recibía, un importante número de sus obras se producía en su taller
por ayudantes que, bajo su dirección, seguían sus bocetos.
Manuel Ramírez también tenía una elevada
cantidad de encargos, por lo que asimismo en su taller contaba con el trabajo
de sus ayudantes. Era, además, el luthier del Real Conservatorio de Madrid, lo
que seguramente suponía una considerable cantidad de trabajo añadido. En
cualquier caso, siguió la misma escuela de su hermano y maestro José, que
contaba con varios oficiales y aprendices, tradición que seguimos también sus
descendientes, siendo mi padre, José Ramírez III, el que mayor número de
asistentes llegó a tener para responder a la elevada demanda de sus guitarras.
Con frecuencia recibo correos solicitando
información sobre oficiales de mi padre, José Ramírez III, cuyas iniciales
–posteriormente sustituidas por números—aparecen estampadas en el interior de
sus guitarras. Reconozco que hay un toque de romanticismo en el orgullo de
poseer una guitarra con unas iniciales
concretas que asocian a instrumentos que fueron empleados por Andrés Segovia,
tal vez pensando que por ser el mismo oficial la guitarra tiene que sonar
igual, pero eso también es un error.
Construimos nuestras guitarras
normalmente en tareas de a 4, según nuestra tradición. La razón es porque, en
muchas de las operaciones, cuando se ha terminado de encolar la cuarta
guitarra, la primera ya está seca, aunque hay operaciones de encolado, como las
cenefas, que necesitan reposar de un día para otro. Pero es así como
trabajamos. Lo cierto es que, habiendo sido las cuatro guitarras construidas
por el mismo oficial, empleando los mismos materiales (incluso maderas del
mismo árbol), cada guitarra es diferente. Todas tienen el timbre característico
nuestro, pero todas tienen matices
distintos, ya sea en potencia o en colorido. Y a veces sucede que una destaca
sensiblemente entre sus hermanas. Nadie sabe por qué. Pero es así.
Es importante tener en cuenta que los
empleados que entran a trabajar en nuestro taller, al igual que en los talleres
de mis antepasados, son admitidos por su destreza y su habilidad manual.
Empiezan como aprendices, y llegan a la categoría de oficial de 2ª, y
posteriormente a la de oficial de 1ª, tras pasar unos exámenes que demuestren
que están a la altura de alcanzar ese grado. Para ellos es un orgullo superar esas pruebas, fruto de su
interés y esfuerzo durante el aprendizaje del oficio en nuestro taller, y así
es como entran a participar de nuestra historia. Y esto forma parte del
funcionamiento de los talleres artesanos tradicionales. Así que no pretendo quitarles
mérito alguno por su trabajo, pero si dejar claro que ellos están realizando la
obra del maestro, no la suya propia. De hecho, y al igual el propio Manuel
Ramírez felicitó a sus ayudantes tras el concierto de Segovia en el Ateneo,
cada vez que recibo una alabanza hacia una de nuestras guitarras, se lo
transmito a mis colaboradores para que se sientan orgullosos de su labor.
Ciertamente, cuando alguno de estos
oficiales se va de nuestro taller para instalarse por su cuenta, entonces es él
quien desarrolla sus plantillas, sus diseños, y es el responsable de sus obras,
y si llega a tener aprendices y oficiales a su cargo, estos le ayudarán a
realizar su trabajo al igual que hizo él con su maestro y patrón.
También se dan otras situaciones, como
reunirse varios guitarreros en un mismo local, pero de forma que cada uno es
independiente, con su propia obra, plantillas, diseños, etc., con lo cual es
totalmente legítimo que cada cual firme sus guitarras, puesto que no hay un
patrón, sino una suerte de asociación para compartir un espacio, y sin
interferencias entre ellos.
Hace poco le presté a un guitarrista
amigo, una guitarra hecha por mí en el año 97, mientras reparábamos su
guitarra, y como tenía comprometidos varios conciertos y una grabación que
realizar, no quería utilizar otro instrumento que no fuera Ramírez. Asimismo,
como no disponíamos de ninguna otra guitarra que dejarle en sustitución
temporal, le presté la mía, que guardo habitualmente en nuestra colección. Se
trata de una guitarra clásica con palosanto de India en aros y fondo, y con
tapa de pino. Lo cierto es que el concertista se entusiasmó con el sonido de mi
guitarra, con su dulzura, su calidez, su equilibrio, y decía que era la mejor
guitarra que había tocado, recordándole a las que utilizaba Segovia. Claro que
me siento muy halagada de que una guitarra hecha con mis propias manos arranque
tantas alabanzas, pero también sé que mi único mérito es haberla construido bien, pues la calidad
de su sonido se la debo a los conocimientos transmitidos por mis maestros: mi
padre y mi hermano (en ese año mi hermano era el maestro, el patrón, pues
nuestro padre había fallecido), y al azar de la musicalidad de sus maderas, y
siempre a esa parte misteriosa que no sabemos de dónde emerge para hacer que una
guitarra tenga una magia especial. Una hermana de esa guitarra, también con un
bello sonido, tenía una nota lobo que su propietario estuvo trabajando
pacientemente hasta casi hacerla desaparecer. Pero la realidad es que nació con
ella. No sé cómo habrá seguido evolucionando esa guitarra, pero sin duda era
muy diferente a su hermana. También es cierto que, haber sido construida por
unas manos Ramírez, le añade un valor especial, no lo niego, puesto que el
reconocimiento de la calidad del trabajo de quien en algún momento dirigirá el
taller le respalda. Cuando construí mis primeras guitarras, todas flamencas, mi
padre, que en aquél momento era el maestro, se quedó con dos, una para mi madre
y la otra para la colección, y las demás las vendió, y me dijo que un
guitarrero no podía considerarse como tal hasta que no vendiera su primera
guitarra. Y si la vendía era porque a alguien le había gustado lo bastante como
para comprarla. Y todas, con la excepción de las dos que guardó, fueron
firmadas por él, mi padre, mi maestro y mi patrón.
En la actualidad, mis oficiales y
aprendices realizan su trabajo basándose en una experiencia que les ha sido
transmitida, de forma ininterrumpida, desde mi bisabuelo, con todas las
innovaciones y cambios que se han ido realizando a lo largo del tiempo. Y
también aplican mis investigaciones, modificaciones y diseños, siguiendo mis
instrucciones. Es mi aportación a esa entidad viva que es nuestra empresa. Yo
superviso el trabajo, y firmo las etiquetas asumiendo con ello toda responsabilidad
sobre la perfección en la construcción de mis guitarras. Como ha sido siempre.
Manuel Ramírez fue un gran guitarrero,
reconocido mundialmente como tal, y sin duda un maestro exigente que hizo que
sus discípulos aprendieran la excelencia de lo bien hecho sacando lo mejor de
sí mismos. Así fue cómo de su taller salieron a su vez grandes guitarreros que
también alcanzaron un merecido prestigio cuando se instalaron por cuenta
propia. Pero mientras trabajaron en el taller de Manuel, el producto de su trabajo
era la obra de su maestro y patrono. De
hecho, solamente uno se quiso atribuir la autoría de una guitarra salida del
taller de Manuel, y seguramente porque esa guitarra pertenecía, nada menos, que
a Andrés Segovia. Me pregunto cómo se sentiría Manuel al saber que aquél a
quien tan noblemente se refirió como su más asiduo colaborador, quiso borrar su
mérito sustituyendo la etiqueta que avalaba su obra. Seguramente, por el
poderoso y explosivo carácter que me consta que tenía Manuel, nadie se habría atrevido
ni siquiera a insinuar tal cosa estando él vivo. Y también me pregunto cómo se
sentiría al saber que su guitarra actualmente
se encuentra en el Metropolitan Museum de Nueva York, con instrucciones
precisas, cuando fue cedida, de que no
debe ser tocada por nadie. Andrés Segovia correspondió, con creces, al generoso
gesto de Manuel Ramírez llevándola, como
le dijo el luthier, mundo adelante y haciéndola fértil con su trabajo, y
obedeciendo a sus palabras, se la pagó sin dinero, y se la pagó muy bien
pagada.
Otra satisfacción para Manuel seguramente
sería saber que su guitarra sirvió como modelo a Hermann Hauser para construir
la guitarra que más tarde sustituyó a la suya en manos de Segovia. Mi padre,
Ramírez III, en su libro se refiere a este instrumento que, en la actualidad,
acompaña también a la de Manuel en el Metropolitan Museum de Nueva York, con
idénticas instrucciones de que no puede ser tocada por nadie. Y lo cuenta así: “Por medio del Dr. Rubio conseguí una entrevista privada con Segovia, y
allí fui yo, con mi última guitarra en la que tenía muy poca confianza, y con
la intención de conocer la guitarra de Hauser, de la que me había hablado mi
padre por haberla escuchado años antes y que, en su opinión, sonaba bien pero
«tenía acento alemán». Conocía yo la historia de este instrumento y sabía que
Hauser, prestigioso luthier alemán, le había presentado una guitarra a finales
de los años 20 o principios de los 30, que no agradó al maestro en el aspecto
sonido, pero sí le gustó mucho lo bien hecha que estaba, por lo que le animó a
seguir trabajando· para perfeccionar el sonido. Fue entonces cuando
Hauser pidió a Segovia que le dejara estudiar la guitarra de Manuel Ramírez, a
lo que accedió con gusto. Durante horas Hauser tomó toda clase de medidas y
anotaciones sobre aquel instrumento, y en los años sucesivos, cada vez que
Segovia iba a Alemania, que creo lo hacía todos los años, le presentaba una
nueva guitarra que cada vez se acercaba más a superar a la de mi tío Manuel,
hasta que por fin, y esto debió ocurrir entre los años 1934 y 1937, puso en
manos del maestro el instrumento que utilizaría durante más de 25 años de su
vida artística. El mismo Segovia me relató que, al probar esta guitarra le
sorprendió el sonido. Entonces recurrió a la ayuda de su segunda esposa que
viajaba con él, poseedora, como magnífica pianista, de un oído extraordinario,
para que a la distancia máxima que permitían las habitaciones del hotel, le
diera su opinión, que fue totalmente favorable, lo que le hizo decidir dar el
concierto que era al día siguiente, con el nuevo instrumento y continuar con él
por muchos años.”
Es sin duda un honor para nosotros que
Segovia haya empezado y terminado su carrera tocando guitarras Ramírez. Según
sus propias palabras “He tenido sólo tres
guitarras, equivalente al número de mis matrimonios, que han permanecido más
tiempo en actividad durante mi vida. Una del viejo Ramírez en 1913, otra de
Herman Hauser en 1937 y ahora una de Ignacio Fleta. He flirteado con otras
varias construidas por José Ramírez y, como decía un irónico escritor inglés,
la diferencia entre un capricho y una pasión eterna es que el capricho suele
durar más tiempo… lo que quiere decir que en las guitarras del Ramírez actual
he hallado con placer cualidades permanentes”. Y López Poveda concluye
diciendo que “Andrés Segovia consideraba
a Hermann Hauser, Ignacio Fleta y José Ramírez los mejores luthiers del
mundo”.(6)
NOTAS:
Las notas 1, 2, 3, 4 y 6, pertenecen a la
obra “Andrés Segovia: vida y obra” de Alberto López Poveda, la máxima autoridad
sobre Segovia, creador de la Fundación Andrés Segovia de Linares, y quien fue su leal amigo, desinteresado
guardián de la memoria del artista.
La nota 5 pertenece al libro “Tras la
Huella de Segovia” de J.A. Pérez-Bustamante de Monasterio.
Agradecemos al Metropolitan Museum of Art de Nueva York por facilitarnos las fotogragías sobre el instrumento.
Imágenes cedidas por el MET
Fotografía con la etiqueta de Santos Hernández de su puño y letra que indica
que reparó la guitarra de su maestro Manuel Ramírez
Audio de Andrés Segovia hablando de la guitarra Manuel Ramírez
Viñeta Summers sobre la historia de Andrés Segovia y Manuel Ramírez