Cuando
mi tío bisabuelo Manuel Ramírez murió, sus oficiales, Modesto Borreguero,
Santos Hernández y Domingo Esteso, continuaron durante unos años en su taller
con la viuda de Manuel Ramírez.
Filomena Vera Cervelló, la viuda de Manuel, que
sepamos, no era guitarrera, aunque probablemente sí que realizara labores de
barnizado a muñequilla como muchas otras mujeres de guitarreros que ahora
duermen el sueño del olvido. Pero el
taller de Manuel pasó a ser de su propiedad, que Filomena reabrió el 16 de mayo
de 1918, dos años después de la muerte de su marido. Como lo que vendía era el
nombre de Manuel Ramírez, y sus oficiales no eran aún conocidos, puesto que lo
que hacían era reproducir la obra de su maestro y todavía no habían
desarrollado la suya propia, llegaron a un acuerdo con su viuda por mutuo
interés, según el cual en la etiqueta de sus guitarras figuraría “Viuda de
Manuel Ramírez”, y a la vez pondrían sus iniciales dentro, obviamente para ir
obteniendo un reconocimiento individual, a pesar de que, aun estando en el
taller de Ramírez, seguían utilizando sus plantillas, diseños, técnicas y
materiales. Es fácil deducir que, siendo, como eran, excelentes constructores
de guitarras, y no en vano habían tenido un gran maestro, cuando lograron un
reconocimiento como tales, ya sin estar a la sombra de Manuel, los tres fueron
instalándose por su cuenta, y por supuesto desarrollaron sus propios modelos y
obtuvieron una fama bien merecida.
Según
los datos de que dispongo, el primero en irse fue Domingo Esteso, quien abrió
su taller de Gravina en junio de 1919. Podría ser que se independizara en esa
misma fecha o algo más tarde, en enero de 1920.
El
siguiente fue Santos Hernández, quien abrió su taller de Aduana el 26 de enero
de 1921, donde permaneció hasta su desaparición.
Modesto
Borreguero, el último en irse, abrió su taller en 1924, para luego trasladarse
entre 1927 y 1931 a Duque Fernán Núñez 5, local que perdió durante la guerra.
El
taller de la viuda de Manuel Ramírez se mantuvo hasta la partida de Modesto
Borreguero en 1924. Lamentablemente, no he tenido ninguna información acerca de
lo que fue de ella después de esa fecha. Podría ser que falleciera, y fuera esa
la razón por la que Borreguero se independizó.
Yo
conocí a su hijo, Enrique Borreguero, que trabajaba en el taller de mi padre, y
su banco estaba al lado del mío. Durante mi aprendizaje fue de gran ayuda para
mí. Era un hombre silencioso y muy serio. Cada vez que me veía en un apuro ante
una operación, elegía varias herramientas y se acercaba a mi banco, realizaba
en silencio la operación para que yo la observara, y luego regresaba a su
puesto dejándome realizar mi trabajo recién aprendido. Por lo que sé de Enrique Borreguero, si había
heredado la nobleza de su padre, no me cabe la menor duda de que Modesto
permaneció a lado de la viuda de su maestro hasta el final por una cuestión de
lealtad.
Y otro
dato curioso, y para mí muy entrañable, es que la primera casa que tuve en
propiedad, en la calle del Espejo, fue un ático encantador que me enamoró al
instante, y desde cuya terraza se podía disfrutar de una vista imponente la
parte superior del Teatro Real. Los dueños lo habían heredado recientemente
tras la muerte de sus familiares, y lo pusieron a la venta. Entonces llegué yo,
cargada de ilusión y dispuesta a intentar rebajar su precio, como es costumbre,
aunque no siempre funcione. Y en este caso el asunto tenía toda la pinta de que
no iban a rebajar ni una peseta, hasta que se enteraron de que me llamaba
Amalia, y la dueña se puso a llorar muy emocionada, y decidió hacerme una
substancial rebaja porque me llamaba igual que la antigua propietaria
fallecida, a quien apreciaba mucho, y hablando sobre ello, resultó que era la
mujer de un guitarrero… por supuesto pregunté su nombre, y era Modesto
Borreguero. Así que durante 13 años viví en la casa del último oficial de mi
tío bisabuelo Manuel que permaneció con su viuda hasta el cierre del taller.
Bueno, a
mí me gusta introducir detalles personales y cercanos en mis escritos, pues son
el lado humano de las historias. No todo van a ser datos, pues detrás de ellos
están las personas que les dan sentido. Y tras este inciso, vamos a regresar al
punto de partida de este capítulo de nuestra vida guitarrera.
Lo
cierto es que, el origen de la práctica de mi familia de poner las iniciales de
los oficiales en el interior de las guitarras partió de la iniciativa de Filomena
Vera y sus oficiales, discípulos de Manuel.
Dos
generaciones más tarde, mi padre, José Ramírez III, retomó esta práctica por
razones muy diferentes. En nuestro taller, como en muchos talleres tradicionales,
había siempre varios artesanos trabajando, entre oficiales y aprendices. Y a
finales de los 60, cuando mi padre, para responder a la creciente demanda de
sus guitarras que ya andaba por los 3 años de lista de espera, decidió formar a
un grupo numeroso de jóvenes para convertirlos en guitarreros y que participaran
en la realización su obra, a la usanza de los talleres tradicionales de
pintura, escultura, arquitectura… donde el maestro realizaba su obra con el
trabajo de sus ayudantes. Así se hizo la Capilla Sixtina, de Miguel Ángel, o el
Pórtico de la Gloria, del maestro Mateo, por poner unos ejemplos.
Y la
razón por la cual mi padre decidió entregar una cuña a cada uno de sus
oficiales con sus iniciales para que las estamparan en el interior de las
guitarras que hacían, era con el objeto de saber quién había construido cada una
cuando él las revisaba y hacía los últimos ajustes. De este modo, cuando se
encontraba con algún defecto en la construcción, sabía a quién tenía que hacer
regresar la guitarra para que lo corrigiera. Y, claro está, también para
cerciorarse de la destreza de sus oficiales, aunque todos los que habían alcanzado
la categoría de oficiales era porque habían demostrado su habilidad, pues de no
ser así no habrían ni siquiera sido aceptados como aprendices. Esto,
naturalmente, era un incentivo para los oficiales a la hora de mantener la
excelencia en su trabajo, pues sabían que el maestro no dejaría pasar nada que
no reuniera la calidad que exigía.
Numerosas
guitarras nuestras habían pasado por las manos de Andrés Segovia, que luego iban
siendo cambiadas por otras. Podemos estar hablando de más de cincuenta
instrumentos. Las iniciales estampadas en el interior de algunos de ellos
quedaron en la memoria de los aficionados, y así fue como se generó la leyenda
de que las guitarras con esas iniciales eran las de los mejores constructores.
Pero no es así. Prácticamente todas las guitarras que una vez fueron utilizadas
por Segovia regresaron a nuestro taller y fueron posteriormente vendidas. Sólo
en algunos casos se mencionó esta eventualidad a la hora de venderlas, pero
muchas otras pasaron a otras manos sin mencionar que anteriormente habían sido
usadas por el maestro. Nosotros nos quedamos, para que formaran parte de
nuestra colección, únicamente con las que podían considerarse como históricas:
la primera que utilizó en sus conciertos, que fue la de su gira por Australia;
la primera con tapa de cedro; y la guitarra “del café” que actualmente
pertenece a nuestro distribuidor en Japón. Se puede además asegurar que las
guitarras empleadas por Andrés Segovia fueron construidas por prácticamente
todos los oficiales que trabajaban con mi padre y con mi hermano, incluyendo a
mi hermano, por supuesto.
Posteriormente,
para evitar las enojosas peticiones de una guitarra hecha por uno de los
oficiales con unas u otras iniciales, mi padre sustituyó aquellos sellos por
otros en los que en lugar de iniciales había un número, que correspondía a cada
oficial. Y volvió a suceder lo mismo: en poco tiempo se supo que tal y tal
número correspondía a alguna guitarra de las utilizadas por Segovia, y
volvieron a repetirse las correspondientes peticiones.
No se
tiene en cuenta que, aunque nuestras guitarras tienen un timbre característico
y común a todas ellas, cada una es diferente en lo que respecta a su sonido,
aunque sean construidas por las mismas manos y los mismos materiales y medidas.
Cada
cierto tiempo, mi padre enviaba tres o cuatro guitarras a Segovia para que
eligiera la que más le gustara y la sustituyera por la anterior. Y en ningún
caso el maestro volvió a elegir guitarras con las mismas iniciales, así que el
oficial no era la causa de sus preferencias.
Como ya
he indicado anteriormente, sólo los más diestros pasan todos los exámenes del
maestro, por aquél entonces mi padre, para acceder a la categoría de oficiales
de primera. Lo mismo es aplicable a los oficiales de mi hermano, de mi abuelo,
de mi bisabuelo y, por supuesto, de mi tío bisabuelo Manuel, y a mis oficiales
en la actualidad.
Todo
esto me recuerda la historia de la guitarra de Manuel Ramírez que le regaló a
Andrés Segovia cuando aún era un joven y desconocido guitarrista, y que fue con
la que, pocos días más tarde, el 6 de mayo de 1913, tocó el legendario
concierto en el Ateneo de Madrid, y la que siguió tocando hasta que muchos años
después le hicieron una mala reparación, y no volvió a sonar como antes. Tras
la muerte de Manuel, Segovia se la llevó a Santos Hernández para que la reparara,
y éste afirmó haberla construido él y quiso cambiarle la etiqueta por una suya,
a lo que Segovia se negó, aunque le permitió que pusiera una pequeña etiqueta
al lado indicando que había sido reparada por él. Y un tiempo después, fue cuando se la llevó a
reparar al otro guitarrero que he comentado más arriba, y que fue quien hizo
una mala reparación, y cuyo nombre desconozco.
Esa
misma guitarra es la que ahora está expuesta en el Metropolitan Museum de Nueva
York, y de la que hemos hecho una réplica exacta.
Lo
cierto es que, volviendo a lo que estábamos tratando, el tema de las autorías
de las guitarras construidas en los talleres artesanos es bastante repetitivo,
pero no tiene ninguna relevancia.
Me
resulta imposible imaginar que, entre los artistas que ayudaron a Miguel Ángel
en la elaboración de la Capilla Sixtina, hubiera alguno mediocre a quien el
maestro le hubiera permitido tan siquiera dar una pincelada. Igual de imposible
me resulta pensar que a alguien se le pueda ocurrir decir que “esta o esta otra
parte” del Pórtico de la Gloria fuera esculpida por uno u otro de los ayudantes
del maestro Mateo. De igual modo, las guitarras de José Ramírez son la obra de
José Ramírez, y no de sus ayudantes. El maestro es quien diseña, investiga,
enseña sus técnicas a sus ayudantes, compra los materiales, cuida del proceso
de construcción de su obra e inspecciona el resultado final, pues, además de
todo lo dicho, es el responsable de la calidad de todo cuanto sale de su
taller. No parece justo que si la guitarra es buena es mérito del oficial, pero
si no lo es entonces es responsabilidad del maestro. Todas son responsabilidad
del maestro, por eso tenemos mucho cuidado con las guitarras que salen de
nuestro taller y nos dedicamos a atender el proceso de su construcción y
terminamos haciendo una revisión minuciosa y los últimos ajustes una vez que
están terminadas.
Recibimos
con frecuencia correos en los que nos preguntan el nombre del constructor de su
guitarra, según su número de serie o de las iniciales o el número estampados en
su interior. Por cortesía siempre hemos respondido a estos correos, y explicando
al mismo tiempo cómo funcionan los talleres tradicionales y que, al fin y al
cabo, la guitarra es una Ramírez. Ahora, quizá porque soy yo la maestra en mi
taller, hace que sea más apropiado referirse a nuestras guitarras como Ramírez
simplemente. Pero no tanto por una cuestión de protagonismo, sino de
coherencia, donde el género femenino o masculino ya no tiene lugar. En un
negocio familiar como el nuestro, que ha sido transmitido de padres a hijos por
vía directa, se pierde esa individualidad y lo que se mantiene es su alma
común, a la que cada uno hemos ido aportando una parte de la nuestra,
introduciendo mejoras, innovaciones, experimentos. Así mis sobrinos, Cristina y
Enrique, ya han empezado a contribuir con una parte de la suya enriqueciendo
ese alma común y centenaria que tanto nos apasiona. Y, claro está, también
queda impresa en nuestra historia la aportación de cada persona que ha
trabajado y trabaja con nosotros, pues gracias a ellos hemos podido atender con
más desahogo a la demanda de nuestros instrumentos. Por tanto, no se trata de
una cuestión de iniciales, sino de un taller en el que cada uno vamos dejando parte de nuestra experiencia y de
nuestra vida, y eso es José Ramírez.
Amalia
Ramírez
Madrid,
14 de mayo de 2017
Monchi, Cáceres, Pedro Contreras, y los dos Tezanos, y el de la derecha, delante,
Nota:
Gracias a Pablo de la Cruz por la información aportada acerca de la historia
del taller de la Viuda de Manuel Ramírez.