El romance de los guitarreros Ramírez y el flamenco data, hasta donde alcanza mi memoria familiar, de mi bisabuelo José Ramírez I, cuando los guitarristas flamencos de su época, a finales de 1800, le pidieron que hiciera una guitarra con la suficiente potencia como para expresarse en los tablaos flamencos y cafés cantantes, que tan de moda se estaban poniendo por aquél entonces. Y es que las guitarras flamencas de aquellos tiempos eran pequeñas, adecuadas para cumplir con la sentencia que reza: “Para escuchar auténtico flamenco, los que caben debajo de un paraguas”, reuniones que normalmente estaban compuestas, a la sazón, por un guitarrista, dos cantaores y dos aficionados, aunque en ocasiones se permitía que hubiera dos guitarristas y hasta tres aficionados. Pero las voces de aquellas guitarras no estaban hechas para auditorios de mayor tamaño, donde resultaba imposible oirlas junto a las palmas, el baile y el cante de un cuadro flamenco. Y así fue como mi bisabuelo creó la guitarra de Tablao, que en la actualidad hemos vuelto a construir utilizando unas técnicas más precisas, y que nos está sorprendiendo por su brillo y potencia. De hecho su belleza y sus características sonoras, tan flamencas, fue lo que le enamoró a Miguel Angel Cortés, quien con tanto embrujo y talento está tocando su guitarra de Tablao y con la que está tan encariñado, para nuestro goce y disfrute.
Hay que añadir, no obstante, que existe una versión clásica de la guitarra de Tablao, como la que fue utilizada por Agustín Barrios, Mangoré.
Pero sigamos con la verisón flamenca de esta guitarra de Tablao, que fue retomada por el hermano pequeño y discípulo de José, Manuel Ramírez, para seguirla desarrollando hasta crear el instrumento que constituye la base de la guitarra flamenca moderna, con muy pocas modificaciones en relación a la original. Tras su muerte, sus oficiales continuaron utilizando las plantillas de Manuel, incluso cuando más tarde se independizaron. Estamos hablando nada menos que de grandes guitarreros como Modesto Borreguero, Domingo Esteso y Santos Hernández, siendo este último quien, aunque muy tímidamente, aportó algunos pequeños cambios sobre la plantilla de su maestro Manuel.
De mis antepasados, antes de mi padre, es lo más que recuerdo en estos momentos que pueda contar aquí.
Sin embargo, de mi padre, José Ramírez III, y de su pasión por el flamenco, tengo mucho, pero mucho que contar. Podría empezar diciendo que el flamenco fue para él, lo que podría describir como uno de esos amores decimonónicos, intensos y, por supuesto nocturnos, que le proporcionó muchas satisfacciones, y que siempre estuvo anclado en lo más hondo de su corazón. Me consta que las fiestas flamencas que promovió gozaron de buena fama, por su generosidad y espléndida disposición, pues no ponía límites en el gasto ni en el tiempo requeridos para disfrutar de una buena noche con su amanecer inevitable en compañía de guitarristas, cantaoras, cantaores y palmeros, que hacían magia con el tiempo y encendían las almas hasta la rendición.Y es que, como él mismo cuenta en su libro
(1),
“He sido, y sigo siendo, un aficionado al flamenco, lo cual parece fácil, pero en el fondo supone bastantes años de dedicación para lograr entender algo de lo que este arte encierra y poder ostentar ese impreciso título de <> que los flamencos conceden difícilmente”.
Recuerdo un día -tendría yo siete años- en que a las ocho de la mañana salía yo con mi uniforme del colegio y mi cartera para coger el autocar que venía a buscarme y, al pasar por el salón, encontré a mi padre junto con otros tres caballeros, todos muy serios, trajeados y sin corbata, sentados con solemne dignidad, y mi padre al verme me dijo: “hija Amalia, hazmos un café”. Yo, que nunca en mi corta vida había hecho un café, y que además no quería perder el autocar del cole, le dije que sí, y me fui corriendo escaleras abajo. Supongo, y no sin razón, que esa mañana en la que llegó a casa antes de que yo me fuera al colegio, estaría allí tras disfrutar de una de sus memorables fiestas flamencas. Con los años aprendí a ver como algo natural que mi padre estaba hecho de retazos de noche, y que el inabarcable mundo flamenco estaba entre sus debilidades (o fortalezas, según se mire) favoritas.
Apreciaba el talento de los artistas hasta el punto de llegar a dar un trato muy especial a los flamencos, con guitarras de primera que hizo llamar “guitarras para profesional”, y que vendía a precios que estaban por debajo de su costo de construcción, sabiendo que los flamencos no disponían, por lo general, del dinero suficiente para permitirse comprar una de sus guitarras. Finalmente, tuvimos que renunciar a continuar con su venta a semejantes precios, por razones que son fáciles de comprender.
Las fiestas flamencas eran bastante frecuentes en casa y, como siempre, nuestro querido amigo Serranito estaba involucrado en su organización, trayendo a los artistas favoritos de mi padre. Mi hermano y yo, siendo aún unos niños, nos quedábamos hasta cuando el sueño podia con nosotros, igual que mi madre que, aunque resistía un poco más, nació para vivir de día y levantarse temprano. Algo que acabó haciendo que se rindiera, dejando que mi padre disfrutara de su pasión flamenca mientras ella se iba a dormir tranquilamente.
Una fiesta memorable fue una de las que organizaron en la bodega de nuestra casa entrados los años setenta. Entre otros artistas flamencos acudieron los hermanos Reyes, el Faíco, el Moro, Enrique Morente y, por supuesto, Serranito. La fiesta transcurrió de forma fluida, dejando que cada cosa encajara naturalmente en su momento y lugar. Comimos, bebimos, charlamos, oimos a los cantaores y a los guitarristas, y disfrutamos con el extraordinario bailaor que era el Faíco, un hombre encantador que levantó el ambiente y lo mantuvo bien encendido a lo largo de toda la noche, con una energía que parecía inagotable. Y llegó el alba, y como si un mago hubiera entrado en escena, se hizo el silencio en torno al maestro Morente, que hasta ese momento se había limitado a disfrutar como uno más, reservándose -como todos sabíamos- para el momento culminante de la fiesta. Y empezó a cantar, como él cantaba, de esa manera suya que entraba directamente por las venas buscando el corazón. Mientras un respeto reverencial invadía el lugar, dejando suspendido el tiempo, los pensamientos, las frases a medio decir. Entonces sorprendí al Faico llorando como un niño, en silencio, escuchando al maestro cantar.
Puedo contar que mi padre tuvo amistad con el gran Sabicas, quien casi siempre tocó una Ramírez, así como con tantos otros grandes artistas flamencos que pasaron por su vida. Yo era muy pequeña, y las cosas que puedo contar de aquellos tiempos en muchos casos -en mis archivos mentales- carecen de nombre, de lugar, incluso de fecha. Mi padre, de vez en cuando, nos llevaba a mi madre, a mi hermano y a mí, a algún tablao flamenco, y luego en ocasiones pedía que un guitarrista en concreto, al terminar su actuación, se reuniera con nosotros en una habitación apartada y tocara sólo para nosotros. Y así fue como conocí al jovencísimo Manolo Sanlúcar, que aún siendo yo tan niña, me hechizó con su arte, en aquella habitación de un tablao cuyo nombre no alcanzo a recordar, pero a él nunca supe ni quise olvidarlo. De hecho, Manolo iba muy a menudo por la tienda a esperar a mi padre y a probar guitarras. Y lo cierto es que siempre tocó una Ramírez que, desgraciadamente, muchos años después le robaron, y fue un gran golpe para él y para todos nosotros. Bueno, Manolo fue alguien muy querido por mi padre, y las veces que me he encontrado con él me ha recibido con mucho cariño.
Mi padre sentía también una gran admiración por Paco de Lucía. Recuerdo una noche en que vino a cenar a casa, con Casilda Varela, cuando aún eran novios, y estuvo tocando para nosotros. Fue una noche especial, fantástica. Años más tarde mi madre y yo fuimos invitadas a su boda en Amsterdan, en 1977. Y mucho tiempo después, un amigo común -de Paco y nuestro- me contó que Paco le envió en un par de ocasiones a nuestra tienda con el encargo de escoger y comprar sendas guitarras para él. Al parecer, siendo Paco aún un niño, su padre y mi abuelo, José Ramírez II, tuvieron un cruce de palabras de esos que no dejan buenos posos, lo que generó una enemistad entre ambos patriarcas que, como todo en esta vida, tuvo sus repercusiones para los que vinieron detrás. Pero igual que mi padre admiraba el arte de Paco, a su vez Paco admiraba el arte de mi padre, el guitarrista y el guitarrero una vez más buscando ese punto de unión que a ambos satisface, aunque a veces hay amores complicados también en este arte de crear música y en el de crear el instrumento para darle expresión.
Y quien ocupó un lugar muy especial en el corazón de mi padre fue Víctor Monge, Serranito. El padre de Víctor y el mío eran amigos, y por su amistad el padre de Víctor le pidió al mío que, a su muerte, se hiciera cargo del muchacho. Y poco tiempo después así sucedió, de tal suerte que el padre de Víctor murió, y mi padre cumplió con su promesa siendo así un padre para Víctor, y Víctor un hijo para él. Y con los años, fueron compadres de andanzas nocturnas.
Es sabido que estos tres grandes guitarristas, Víctor, Paco y Manolo, aunque bebieron de fuentes anteriores, de guitarristas solistas como Sabicas, Manuel Escudero, el Niño Ricardo, entre otros, hicieron historia al revolucionar el arte flamenco, siendo Víctor Monge, Serranito, el pionero entre los tres, pues abrió el camino en los años sesenta creando un estilo diferente que sentó las bases del nuevo concepto.
Un día Víctor probó una guitarra clásica, de las que utilizaba Andrés Segovia, y se quedó encantado con su potencia, sonoridad y tacto, y le dijo a mi padre que esa era la guitarra que él necesitaba para su forma de tocar. Así que esa fue la primera guitarra que mi padre “aflamencó”, y fue para Serranito, y que aún conserva como un tesoro mientras escribo estas palabras.
Mis recuerdos de Serranito se remontan a la edad de siete años más o menos, cuando quedé fascinada con él ya que le veía como un ser extraordinario y luminoso, quizá adelantándome en el tiempo a lo que más tarde el mundo entero reconocería en su arte y talento y, por supuesto, en su originalidad. Y ahora, muchos años después, ha conseguido también conquistar los corazones de mis sobrinos, Cristina y José Enrique, que han tenido la buena fortuna de conocerle y disfrutar de su compañía en muchas ocasiones. Bueno, es parte de la familia, así que no es de extrañar que haya estado y siga estando en nuestra vida a lo largo ya de tres generaciones Ramírez.
Por todo lo dicho, es evidente que en casa Ramírez hemos tenido siempre un vínculo muy especial con el flamenco, y seguimos en ello. Así que hemos hecho la reedición de la guitarra de Tablao ya mencionada, la guitarra “Serranito”, ya sea la aflamencada profesional o la línea especial de estudio que lleva su nombre, y otras guitarras flamencas de profesional que actualmente tocan amigos nuestros, como Miguel Angel Cortés, José Luis Montón y Raúl Mannola.
Amalia Ramírez
(1) En torno a la guitarra